Madrid, la ciudad escaparate

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En este mundo en el que todo se compra y se vende, las ciudades no son excepción. Éstas, pugnan, como los yogures en los estantes de los supermercados, por hacerse visibles a los ojos del comprador. Y Madrid no escapa a ello. Más al contrario, el actual equipo de gobierno que dirige la ciudad hace del escaparate su máxima política. Esta lógica supone articular Madrid alrededor del nervio central, que va de Atocha a plaza de Castilla, y de una periferia que engloba la almendra que limita la M-30; fuera de esas fronteras, “ya no existe ciudad”. Basta con echar una ojeada a las noticias sobre Madrid o estudiar las incursiones del alcalde en esa “ciudad invisible” para darse cuenta de que la inversión económica del consistorio cae exponencialmente cuando se entra en un territorio comanche, que sin embargo está habitado por la inmensa mayoría de quienes votan, pagan impuestos, llevan a sus hijos a las escuelas o van al mercado. El modelo de ciudad escaparate implica medir los ratios urbanos no en función del número de centros escolares o de instalaciones deportivas para la ciudadanía, ni tampoco a través de las políticas activas a favor del empleo, de la habitabilidad de los inmuebles o de la calidad general de los servicios. Dicho de otra manera, el vecino y sus necesidades no son valor para el escaparate y quienes lo defienden; el valor está en elementos que sean útiles para quienes controlan las grandes corporaciones y sus oportunidades de negocio. ¿Demagogia? Lamentablemente, no. Como diría el castizo: “los números cantan”. La deuda de Madrid, la más grande de España, se cifra en más de 7.000 millones de euros. A pesar de ello, sigue faltando de todo para quien vive en la ciudad. No hay centros de día suficientes, faltan escuelas infantiles, la calidad del aire cuesta la salud y la vida a sus habitantes. Conclusión: el maldito parné no se ha destinado a la gente y sus necesidades, sino al escaparate y sus decoradores. Algunos ejemplos de ese hecho los podemos encontrar en aspectos tan llamativos como que Madrid sea capaz de organizar una Noche en blanco, pero no teatros en los barrios, ni inversión para que quienes lo deseen puedan aprender arte dramático o simplemente crear grupos de teatro aficionado. Tenemos estadios olímpicos que han costado un verdadero pico, piscinas y cajas mágicas, pero no hay posibilidad de practicar deporte de manera universal y barata. Existen plazas hoteleras para aburrir y muchos pisos vacíos, pero falta viviendas o residencias para atender todas las necesidades. Se traen grupos musicales de postín, pero se racanean espacios a los músicos y, cuando no, simplemente, se les veta. Uno de los ejemplos más gráficos de ese modelo de ciudad lo tenemos en la operación “Madrid Río”. No sólo la remodelación de la M-30 no ha resuelto nada en relación a la contaminación del aire o la movilidad, más allá de embutir más coches por debajo de la superficie, sino que la supuesta recuperación del río Manzanares no es tal. Un río sin árboles y sin vida acuática queda como un canal para patos, canal que aún siendo una mejoría respecto al “canal anterior”, no llega a distritos como Villaverde, por los que, por cierto, también pasa el Manzanares. Más allá de esto, el parque se presenta como la octava maravilla cuando en realidad parece una especie de recinto para humanos. Eso sí, un recinto bonito, qué menos teniendo en cuenta el dineral que ha costado. Es paseable, se puede ir en bici y hasta correr, pero a condición de no ir ningún sitio concreto. Fuera de sus límites, la ciudad se mantiene igual de peligrosa para paseantes, ciclistas, patinadores o practicantes de footing. En resumen, mejora el escaparate y, muy colateralmente, a quienes cerca de él residen, pero nada más. ¿Existe otro modelo de ciudad? A tenor de lo que reclaman y postulan las asociaciones ciudadanas de todo tipo que en Madrid son y están, podríamos decir que sí. Un modelo que, por otra parte, resulta mucho menos deficitario económica y humanamente que el actual. Un modelo que no dualiza, sino que integra, que no se vende en el escaparate de los mercados de las ciudades, sino en los del desarrollo humano. Un modelo de ciudad que apuesta por gastar recursos y medios en la gente y no a su costa, que se construye con servicios y articulación desde el poder político. Un modelo que supedita el negocio al bien común y que le va muy bien a los negocios, pero que quizá no sea tan bueno para quienes actualmente hacen su agosto en Madrid gracias al ayuntamiento: las mayores constructoras y bancos.