Los huertos urbanos ganan terreno en la capital y crean puntos de encuentro y ocio

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Hsiu Chen Huang, una menuda taiwanesa de 40 años y gesto amable, rocía con una regadera un cultivo de pimientos. Después, se pone con las berenjenas. A continuación, las lechugas. Y más tarde los girasoles, los tomates, la albahaca, la salvia, la menta, las calabazas y los tres tipos de maíz peruano que crecen en la parcela que trabaja. La estampa es curiosa. Chen no está en el campo. Ni en un invernadero. Ni siquiera tiene un terreno propio de esos que adornan los patios de los chalés. Lo que se ve a su izquierda es la calle de Tenerife, una estrecha vía unidireccional poblada de coches y parquímetros. A su espalda, la calle de Alvarado, idéntica. Los otros dos flancos los custodian los muros de dos edificios de apartamentos. Chen está en pleno corazón del distrito de Tetuán. En un huerto urbano. Un islote verde que, como otros en los últimos años, ha florecido en el océano de asfalto de la capital. «Aún son pocos», reconoce la norteamericana Sarah Bailey, otra vecina que también participa en la Huertita de Tetuán, «pero estas iniciativas se están extendiendo». Ya son alrededor de una veintena los huertos urbanos que han brotado por Madrid: el huerto de la Piluka (barrio del Pilar), la Ventilla (Tetuán), Esta es una Plaza (Lavapiés), el solar del patio Maravillas (Centro), el huerto de Adelfas (Vallecas), Casablanca (Antón Martín)… La mayoría de ellos son espacios autogestionados que trabajan los vecinos en colaboración con colectivos presentes en diversos centros sociales, que impulsan desinteresadamente la actividad. Algunos hortelanos urbanos atribuyen el origen de estas iniciativas a un movimiento surgido en Manhattan en 1973. El distrito estaba lleno de parcelas y edificios medio derruidos donde campaba la delincuencia. Como solución, el Ayuntamiento había cerrado las parcelas. Algo que le pareció insuficiente a una artista llamada Liz Christy, quien lideró un grupo de activistas con la misión de transformar estas zonas en algo útil. De ahí la idea de sembrar huertos en los solares de la ciudad. Hoy día en Nueva York hay más de 700 y el Ayuntamiento cede espacios para su creación. En Madrid, al menos el motivo, coincide: «Lo que buscamos con esta actividad no es un gran cultivo, sino rehabilitar espacios en desuso en beneficio del medio ambiente y de los ciudadanos», explica un miembro del huerto de Adelfas, creado por la asociación de vecinos los Pinos, con sede en el Centro Social Seco. La tarea es fácil y barata, según los experimentados. Ni siquiera es imprescindible un colectivo para respaldar el proyecto. Sarah y Chen, por ejemplo, se conocieron en la Huertita de Tetuán hace un año porque «pasaron» y quisieron participar. Ningún centro social ni Administración pública les ampara. El espacio había nacido pocos meses antes de manos de tres chicos «con ganas de mejorar el barrio», cuenta Sarah. «Se pidió permiso a la dueña del solar, que lo tenía vacío hacía años, para poder plantar ahí hasta que vendiese el terreno. Y a ella le pareció bien», continúa. «Después fuimos viniendo los demás. Y aquí estamos, contribuyendo a crear oxígeno». La verdadera dueña corrobora su versión: «Todo el que tenga un terreno sin utilizar debería hacer lo mismo», opina. «Si se vende…, bueno. Pero mientras, ¿para qué quieren una tierra creando suciedad?». Lo que no sabe esta propietaria es que su acción altruista no solo está dando al barrio un pequeño pulmón hortícola. Además, es un punto de encuentro para un crisol de vecinos que lo utilizan como distracción. Sarah es encargada de departamento en una empresa informática y Chen, trabajadora de la oficina económica y cultural de Taipei (Embajada de Taiwan). Con ellas comparten afición y distracción otros vecinos de varias nacionalidades. «Está Alí, marroquí; Nahuel, argentina; Ondongo, congoleño…», enumeran las hortelanas, «todos nos hemos conocido aquí». Mientras hablan, otros vecinos que pasan por delante del solar se detienen para ver cómo va ese huerto, que ya sienten un poquito de todos. «¿Podemos venir nosotros también a regarlo y llevarnos algunas frutas?», pregunta Alexis, un quinceañero de ascendencia dominicana acompañado de un grupo de amigos en bicicleta. «Claro que sí, pero tenéis que venir con un adulto», les responde Chen, que lamenta que haya que poner pequeñas normas para evitar «gamberradas». En los huertos urbanos se sigue el dogma de la agricultura orgánica. «Alejarse de cualquier producto químico», explica Sarah. «Además, utilizamos material reciclado», continúa, señalando las jardineras hechas con botellas y un depósito de agua con pasado de contenedor. «Por eso animamos a que la gente participe. Y los vecinos responden. A lo mejor no entran al huerto. Pero nos dan agua, o semillas… De pronto te encuentras con que tienes un proyecto en común con gente con la que nunca hubieses cruzado una palabra», dice. Madrid está aún lejos en número de huertos en comparación con Nueva York, Londres o Rosario (Argentina), pero lo cierto es que su presencia aumenta. En el último año y medio, cultivos como el de la Huertita de Tetuán, el huerto del Centro Social Autogestionado Tabacalera (Lavapiés), Esto es una Plaza o el huerto de Adelfas, entre otros, se han sumado a los ya más rodados como la Piluka o el proyecto Grama y Arba de Casa de Campo. Y no son los únicos: estudiantes de la Universidad Autónoma de Madrid, la Complutense o Alcalá han creado huertos que trabajan en sus propios campus. También algunos Ayuntamientos han cedido o han dispuesto espacios para ello, como Rivas Vaciamadrid (huerto Chico Mendes), Alcorcón (huerto Salvador Allende) o Madrid (la Cabaña del Retiro). Hasta un grupo de taxistas en la T-4 de Barajas han sembrado uno de decenas de metros de longitud en un aparcamiento para taxis de la terminal. «El movimiento es imparable», sostiene un curioso que observa «la buena pinta» que tienen las plantas del huerto de Tabacalera. Los hay más grandes y más pequeños. «En el huerto de Adelfas, por ejemplo, hay unos 100 metros cuadrados y participamos 70 personas. En este barrio había mucho terreno baldío y queríamos reivindicar el espacio para los vecinos, que somos quienes lo tenemos que aprovechar», demanda otro hortelano que prefiere el anonimato. De ese mismo huerto forma parte Ignacio Murgui, presidente de la Federación Regional de Asociaciones de Vecinos de Madrid (FRAVM). «Me metí porque es un instrumento muy importante y muy positivo para favorecer las relaciones de vecindad. Se recupera el espacio y se vuelve a atender al barrio como espacio común», asegura Murgui. «Créeme, se siembran más sociedad y comunidad que lechugas y tomates», proclama. Los huertos urbanos empiezan a ser una realidad. Algunos incluso osan colarse en los emblemas de la capital para arrancar un retal de asfalto. Solo hay que estar atento. Un ejemplo: entre los 1.000 metros que separan las exóticas Torres Kio del complejo de Las Cuatro Torres, desemboca una modesta calle llamada Mártires de la Ventilla. La mayoría de los paseantes tienden a mirar hacia arriba al cruzar este lugar. Pero pruebe a bajar la vista. Allí mismo hay un huerto urbano. Otro.