Mi barrio

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Yo pago impuestos en Madrid, pero debo de vivir en otra ciudad, esa que queda más allá de la M-30: en la cáscara olvidada que rodea la almendra de la capital. Mi querido alcalde, Alberto Ruiz-Gallardón, me ha subido el IVI, me ha subido el impuesto de basuras, me ha subido el transporte público y –¡oh, milagro!– me ha multiplicado por cinco la deuda de la ciudad. Mi ayuntamiento debe más que toda la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha, más que Galicia, más que Murcia o que Aragón. Ya saben: la austeridad de la que siempre presume Rajoy. La deuda sobre Madrid pesa 7.125 millones de euros: 2.200 euros por madrileño; un dineral. Pago impuestos de capital europea (han subido un 130%) pero mi barrio tiene servicios de poblacho africano. Y ahora que las cuentas no dan para más, el deterioro de los barrios humildes va a peor. He visto baches que no creeríais, asombrosas esculturas de hojas secas que nadie recoge, oxidados parques infantiles cuyo cajón de arena también sirve de ‘pipican’. Viajar en metro al centro –con sus parterres florales y sus paradas de autobús de cristal– es como volar en avión de Túnez hasta París: en un ratito de nada saltas de un continente a otro, a un mundo maravilloso donde todas las farolas funcionan y hay máquinas mágicas –casi robots– que limpian la acera con agua a presión. Yo vivo en otro lugar que se llama Madrid porque de algún modo lo tienen que llamar, pero que, sin duda, no es una ciudad que se pueda permitir gastar medio millón de euros en inaugurar una calle, o 500 millones en un palacete para que el señor alcalde tenga un despachito a la altura de su dignidad. No me gusta hablar de Madrid en esta columna, que también se lee lejos de la capital. Pero si escribo de este asunto es porque me temo que mi queja es una historia universal.